"El título de esta serie es
“Me faltan palabras”, y esta conferencia en particular se llama “Gajes del
oficio”. Debemos suponer, por lo tanto, que la conferencista pretende debatir
el oficio de las palabras: el oficio del escritor. Pero hay algo incongruente,
inadecuado, en aplicar el término “oficio” en lo que concierne a las palabras.
El diccionario de la lengua inglesa, al cual recurrimos en los momentos de
zozobra, confirma nuestras dudas. Dice que la palabra “oficio” significa artificio,
astucia, engaño. Ahora bien, aunque a ciencia cierta sabemos pocas cosas sobre
las palabras, no obstante sabemos estas: las palabras nunca hacen algo útil, y
las palabras son las únicas que dicen la verdad y nada más que la verdad. Por
lo tanto, hablar de oficio en relación con las palabras equivale a reunir dos
ideas incongruentes, que en caso de aparearse solo engendrarán un monstruo
digno de una vitrina en un museo. Por lo tanto, se vuelve necesario cambiar de
inmediato el título de la conferencia sustituido por otro: “Un discurrir en
círculo alrededor de las palabras”, quizás. Porque cuando se le corta la cabeza
a una conferencia, esta se comporta como una gallina que ha sido decapitada.
Empieza a correr y a dar vueltas en círculo hasta que cae muerta; al menos eso
dicen los que han matado gallinas. Y ese debe ser el curso, o el círculo, de
esta conferencia decapitada. Entonces, tomaremos como punto de partida el
postulado de que las palabras no son útiles. Felizmente no necesita demasiada
comprobación, porque todos somos conscientes de eso. Cuando viajamos en
subterráneo, por ejemplo, mientras epseramos la llegada del tren en el andén,
vemos un letrero iluminado, colgado delante de nosotros, que dice: “Pasando por
Russel Square”. Miramos las palabras; las repetimos; tratamos de imprimir ese
hecho útil en nuestras mentes; el próximo tren pasará por Russell Square. Las
decimos una y otra vez mientras vamos de un extremo al otro andén. “Pasando por
Russell Square, pasando por Russell Square”. Y entonces, a medida que las
pronunciamos, las palabras se desordenan y cambian, y de pronto nos encontramos
diciendo: “Pasando, dijo el mundo, feneciendo (…). Las hojas se marchitan y
caen, los vapores arrastran su pesada carga al suelo. Llega el hombre…” Y
entonces despertamos y vemos que estamos en King´s Cross".
"Consideremos otro ejemplo.
Escritas frente a nosotros, en el vagón del tren subterráneo, se leen las
palabras: “No asomarse por la ventana”. En una primera lectura expresan el
significado útil, el sentido superficial; pero poco después, si continuamos
sentados mirando las palabras, veremos que se desordenan y cambian; y empezamos
a decir: “Ventanas, sí, ventanas…ventanas que se abren la espuma de peligrosos mares, en bellas
tierras lejanas y olvidadas”. Y, sin darnos cuenta de lo que hacemos, nos
asomamos por la ventana; buscamos a Ruth, que llora entre el maíz extranjero.
La multa correspondiente es de veinte libras o un cuello roto".
"Esto prueba, si es necesario
probarlo, el escaso talento natural de las palabras para ser útiles. Si
insistimos en contrariar su naturalez para que sean útiles, veremos -a nuestra costa- cómo nos confunden, cómo
nos engañan, cómo nos asestan un golpe en la cabeza. Tantas veces hemos sido
engañados de esta manera por las palabras, tantas veces nos han demostrado que
detestan ser útiles, que su naturaleza no es expresar un postulado único sino
un millar de posibilidades…en fin, ya lo han hecho tantas veces que, por
suerte, estamos empezando a asumir el hecho. Estamos empezando a inventar otro
lenguaje; un lenguaje que se adapta bellamente y a la perfección a expresar
postulados útiles: un lenguaje de signos. Hay un gran maestro de este lenguaje,
todavía vivo, con quien todos nosotros estamos en deuda; el escritor anónimo
–nadie sabe si es un hombre , una mujer o un espíritu desencarnado- que
describe los hoteles en la Guía Michelin.
Quiere decirnos que un hotel es de mediana calidad. ¿Cómo lo hace? No lo hace
con palabras; las palabras inmediatamente evocarían arbustos y mesas de billar,
hombres y mujeres, la salida de la luna y el horizonte interminable del mar en
verano… todas esa cosas son buenas, pero están totalmente fuera de lugar aquí. En cambio, se atiene a los signos: un
gablete, dos gabletes, tres gabletes. Es todo lo que dice y todo lo que
necesita decir. Baedeker lleva todavía más allá el lenguaje de los signos,
hacia los sublimes reinos del arte. Cuando desea decir que una pintura es
buena, usa una estrella; si es muy buena dos estrellas; si, a su leal entender,
la pintura es obra de un genio trascendente, tres estrellas negras iluminan la
página. Y esos todo. Así, con un puñado de estrellas y dagas toda la crítica de
arte, toda crítica literaria podría reducirse al tamaño de una moneda de seis
peniques, y hay momentos en que, por cierto, deseariamos que así fuera. Pero
todo esto sugiere que en el futuro los escritores tendrán los lenguajes a su
servicio; uno para los hechos, otro para la ficción. Cuando el biógrafo deba
expresar un hecho útil y necesario –por ejemplo, que Oliver Smith fue a la
universidad y se recibió en 1892 con bajas calificaciones-, lo expresará con un
cero sobre el número cinco. Cuando el novelista se vea obligado a informarnos
que John tocó el timbre y que, después de una pausa, una sirvienta abrió la
puerta y dijo: “La señora Jones no está en casa”, para nuestro enorme beneficio
y su propia comodidad, no tendrá que expresar ese enunciado repulsivo con
palabras sino mediante signos: por ejemplo, con una H mayúscula sobre la figura
tres. Por lo tanto, llegará un día que nuestras biografías y novelas serán
delgadas y musculosas, y en que la empresa de subterráneos que anuncie “No
asomarse por la ventana” con palabras será penada con una multa no superior a
cinco libras por uso inadecuado del lenguaje".
"Las palabras, entonces, no
son útiles. Ahora nos abocaremos a su otra cualidad positiva; es decir, su
poder de decir la verdad. Una vez más, de acuerdo con el diccionario hay por lo
menos tres clases de verdades: la verdad de Dios o de los evangelios, la verdad
literaria y la verdad común y corriente (casi siempre poco halagadora). Pero
considerar a cada una por separado nos llevaría demasiado tiempo. Entonces
simplifiquemos la cuestión y afirmemos que, dado que la única prueba de verdad
es la duración de la vida, y dado que las palabras sobreviven a las vueltas y
los cambios del tiempo mucho más que cualquier otra sustancia, son por lo tanto
las más verdaderas. Los edificios se derrumban; hasta la tierre perece. Lo que
ayer era un campo de maiz hoy es una cabaña. Pero las palabras, si se las
utiliza apropiadamente, pueden vivir para siempre. A continuación podriamos
preguntar: ¿cuál es, entonces, el uso apropiado de las palabras?"
*Gajes del oficio transmitido por
radio el 20 de abril de 1927, por Virginia Woolf.